jueves, 25 de febrero de 2016

La gran depresión y Puerto Rico

Durante los primeros años de la década del veinte la economía estadounidense había alcanzado unos niveles de desarrollo sorprendentes. Aquel país fue uno de los vencedores al cabo de la Primera Guerra Mundial y, su economía, beneficiaria directa de los arreglos posteriores de paz. Tras los acuerdos de paz de Versalles, Estados Unidos se garantizó una posición de dominio en el mundo en el momento en que las naciones europeas se enfrentaban al fin de su historia como poderes hegemónicos incuestionables. 
El desarrollo de Estados Unidos, sin embargo, mostraba cierta desorganización que, a la larga, podía ser peligroso para la estabilidad de la nación. La expansión del poder manufacturero no se estaba ofreciendo de acuerdo con un crecimiento paralelo en la capacidad de consumo del estadounidense medio. La producción agrícola, por otro lado, se estancaba. La anarquía del capitalismo, fórmula teórica con que los marxistas anteponían al supuesto poder autorregulador del mercado, parecía evidenciarse a través de aquel proceso histórico.
Hacia el año 1925, el balance entre la oferta y la demanda en aquel mercado estaba roto. La incertidumbre económica dominaba el panorama. Los manufactureros se empeñaban en mantener los precios de los bienes de consumo artificialmente altos con el fin de garantizar que sus márgenes de ganancia permanecieran inalterados. Pero los salarios reales de los trabajadores-consumidores no estaban ascendiendo con la misma celeridad. 
En 1929 la situación llegó a su cenit con la quiebra y paralización del mercado de valores. Los precios de las acciones cayeron drásticamente y el dinero comenzó a escasear. Estados Unidos y el capitalismo internacional entraban en la mayor crisis económica de los tiempos modernos comparable tan solo a la que desató la primera devaluación del dólar en 1971 y el alza de los precios del petróleo en 1973. Los cimientos de la economía occidental, a saber, el progreso y el crecimiento perpetuo y el principio de la capacidad del mercado para autoregularse, estaban en entredicho.
Los efectos de la crisis de 1929 sobre Puerto Rico fueron devastadores. Los primeros 30 años de presencia estadounidense en Puerto Rico no habían sido esplendorosos. Hacia 1929 el país vivía un momento de pobreza mayor incluso que en tiempos de España. La expansión del capital agrario estadounidense en el país había causado una significativa voracidad por la tierra aumentando su precio y convirtiéndola en un bien inaccesible para numerosos puertorriqueños. Para una sociedad tradicional como la nuestra, que idealizaba la pequeña propiedad como panacea de todos los males sociales, la falta de acceso a la misma representaba el mal mayor. La idea de que bajo el dominio de estados Unidos el país era “más pobre” que bajo España, se aceptaba como una verdad incuestionable en numerosos núcleos. El acceso a la tierra era una promesa atractiva en cualquier programa político
A partir de 1929, la situación sólo podía empeorar dado el hecho de que los lazos de dependencia de Puerto Rico con los Estados Unidos, que habían ido desarrollándose desde fines del siglo 18 eran más fuertes que nunca. Ello explica que en Puerto Rico, el precio y el volumen de las exportaciones se redujeron de inmediato. La reducción de la ganancia por parte de los dueños de capitales y la ausencia de dinero se tradujo, igual que en Estados Unidos, en despidos en masa y en un desempleo galopante que sólo hacía más grave la difícil situación de los trabajadores urbanos y rurales.
Si a ello se añade las consecuencias desastrosas de los huracanes de San Felipe en 1928 y de San Ciprián en 1932, se tendrá una imagen más completa de la situación del ser humano común a la altura de 1929. A pesar de que la industria de la aguja y la producción de azúcares demostraron una gran capacidad de recuperación en aquel momento, la producción de tabaco, café y frutos menores se vio más afectaba por aquel fenómeno económico.
Hacia el año 1933, las cifras oficiales de desempleo ascendían al 65% y muy pocos obreros puertorriqueños podían cubrir sus necesidades inmediatas con los salarios bajos que recibían. El trabajo estacional, es decir,  el mito del “tiempo muerto”, tan bien recogido por el escritor Manuel Méndez Ballester en su obra homónima, y por Luis Muñoz Marín en su discurso histórico, y la multiplicación de las jornadas parciales, no permitían al productor directo salir de su estado de miseria.
En general la crisis económica iniciada en 1929 se tradujo en una profunda inestabilidad socio-política que fue terreno fértil para la elaboración de cuestionamientos al régimen existente en Puerto Rico. La confianza en la “promesa americana” se desinfló.  La década del 1930 vio la huelga de la caña del año 1934 en la que Pedro Albizu Campos tuvo un papel protagónico; la de los muelles en 1935; y las importantes protestas de consumidores (1933) y la de los desempleados de Ponce (1934), quienes exigían trabajo en lugar de limosnas. La desconfianza del obrero corriente con el sistema capitalista era patente cuando se le mira desde esta perspectiva.
La incapacidad del Partido Nacionalista de Puerto Rico para politizar a la clase trabajadora es un tema importante de aquel momento. El discurso público del nacionalismo para los trabajadores insistía en que la solución de la crisis estaba inscrita en la salvación de la nación y la independencia, y no en la salvación de la clase obrera. Todo parece indicar que los trabajadores no fueron receptivos a aquel mensaje por lo que las relaciones entre el nacionalismo y la clase obrera no fueron las que se esperaban.
La crisis económica condujo, por otro lado, a una reevaluación de la función misma del estado en el contexto de las economías de mercado libre. En cierto modo, los modelos intervencionistas del socialismo soviético, demostraron su eficacia en el amortiguamiento de la crisis general del capitalismo en 1929. La praxis soviética demostró la necesidad de que el Estado interviniera en la economía y supervisara las relaciones entre el capital y el trabajo mediante la reglamentación de horas, salarios y otros detalles que hasta entonces habían sido de la incumbencia de las empresas. El capitalismo clásico del “dejar hacer, dejar pasar” estaba en retirada. Aquel fue uno de los elementos básicos para el diseño de lo que luego se llamaría el “Nuevo Trato”: una propuesta de revisión de la relaciones entre el Estado y el Mercado que generó un revolucionario contrato social con el fin de solventar la crisis. Correspondió al presidente Franklin D. Roosevelt darle forma a aquella nueva política económica a partir de 1932. El impacto de ello para Puerto Rico marcaría la historia nacional hasta la década de 1980.

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